Nuestra continuidad histórica a examen
Hoy más que nunca es fundamental conocer el porqué de tanta
intolerancia, de la migración, de la violencia, de la falta de humanidad entre
nosotros, lo que requiere el análisis de esta situación de bochorno que
padecemos. Detrás de cada cruz, levantada los unos contra los otros y los otros
contra los unos, se hallan realidades con una historia distintiva, con una
cultura y unos ideales. De ahí la importancia del encuentro como miembros de
una familia, que debe aprender a ayudarse desde la concordia y no desde el
interés. Por supuesto, es indispensable el diálogo. El endiosamiento de algunos
no cierra cicatrices, al contrario fomenta la barbarie y el descontento. La
mano tendida es vital para poder hermanarnos con los que han sido privados de
sus derechos esenciales, como asimismo para aumentar la acogida a los que huyen
de situaciones dramáticas e inhumanas. Me da la sensación que, hasta este
momento, nos hemos quedado en la antesala de las ideas, sin compromiso alguno
para activar acciones de respuesta contundente ante contextos verdaderamente
crueles. Por cierto, el gesto del proceso de entrega de armas en Colombia nos
llena de esperanza. Veo que es una plegaría que nos une, pues si importante es
rectificar, también es humanitario el que sabe compadecerse y decide utilizar
otros lenguajes, deponiendo cualquier tipo de artefacto.
La justicia no se defiende a golpe de bombas, sino con la
razón y la sintonía de un corazón puro. Bien es verdad que aún no hemos
aprendido que con las guerras todos perdemos. Ojalá tomásemos conciencia de
esto. Necesitamos evadirnos de cadenas, sentirnos libres y no atrapados en amargas
decepciones. Por muy deplorable que sea la situación, tenemos que poner más
vida interior en el mundo, para poder despertar en la conciencia colectiva de
cada ser humano la inconfundible memoria de sus raíces, nuestra continuidad
histórica, aunque tengamos que reinventar nuevos modos de vivir y pensar. El
abecedario de la opresión lo hemos hecho tan nuestro que es una verdadera
pesadilla para todos. Desde luego, es público y notorio que maltratamos a
nuestros ascendientes. Tanto es así, que es un problema social mundial que
afecta a la salud y a los derechos humanos de millones de progenitores en todo
el mundo, siendo una contrariedad que merece la atención de la comunidad
internacional. Posiblemente, por ello, la Asamblea General de las Naciones Unidas,
en su resolución 66/127, haya designado el 15 de junio, como Día Mundial de
Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, para expresar su oposición
a las injusticias y los sufrimientos infligidos a algunas de nuestras
generaciones mayores.
Es de desear, por tanto, que el colectivo social valore
plenamente a sus primogénitos y se auxilien de su sabiduría, porque la vida es
la mejor cátedra para poder orientarnos. Francamente vivimos unos tiempos de
vértigo, en los que convendría pararse a meditar sobre nuestro entorno, pues no
es cuestión de resignarse a un destino más o menos escrito, sino para valorar
plenamente lo que nos supone cohabitar y coexistir, en una sociedad cada día
más encumbrada por ciertos dioses humanos, que suelen manejarnos a su antojo y
capricho. No podemos quedarnos en el mero lamento. El mundo es de todos y de
nadie. Todas las naciones del mundo en su coyuntura acordaron reconocer el
inmenso daño que causa el cambio climático y la enorme oportunidad que
representa la acción climática. Ahora no puede venir un nuevo presidente y
retirarse del ansiado Acuerdo de París, máxime cuando es crucial que Estados
Unidos siga siendo un líder en materia ambiental. El compromiso de nuestros
antecesores cuando menos nos exige una valoración conjunta, pues el mundo lo
formamos todos, un respeto y una consideración hacia algo tan significativo
como lograr un crecimiento económico con bajas emisiones de carbono y capaz de
crear empleos y mercados de calidad. Convencido de que la conciencia es una
inspiración que nos lleva a reencontrarnos a la luz de las leyes morales, aún
cabe la ilusión, que a pesar de tantos tropiezos, nos levantemos y reanudemos
una vida más en común, más en familia. Sólo así tendremos asegurada nuestra
continuidad como especie.
Ciertamente, nuestra secuencia humana ha de ser más poética
que mundana. Los ancianos, gracias a su recorrido vivencial, están en
condiciones de ofrecer a los jóvenes y menos jóvenes, consejos y enseñanzas
preciosas. También los chavales, con su empuje e inocencia, nos ayudan a verles
con ojos de responsabilidad para que crezcan y sean nuestra prolongación de
amor y no de odio. Lo que cuenta de verdad es nuestro ejemplo, nuestra
coherencia de vida, ya que no puede haber un descubrimiento, más intenso del
alma de un colectivo social, que viendo la manera con la que trata a los niños.
Lástima que, al presente, estos "angelitos" se utilicen de escudos en
lugares de contiendas e inútiles batallas. Sea como fuere, ya sea por
conflictos armados o por desastres naturales, las crisis humanitarias amenazan
el futuro de multitud de criaturas, o sea, nuestra continuidad como linaje. Lo
mismo sucede con las mujeres, y otras personas más frágiles, es de suma
trascendencia oírles, escucharlas. Hay que evitar los errores del pasado. Por
este motivo, es de sumo valor que no sólo se eduque a las nuevas generaciones
en los contenidos. Hay que hacerlo en los valores, en el profundo sentido de
exigencias y obligaciones en todas las manifestaciones de la vida y, por consiguiente,
también en orden a la convivencia en familia, sabiendo que el respeto por los
otros es la primera circunstancia para saber cohabitar. Está visto que uno
tiene que considerarse a sí mismo para poder frenar los vicios, y luego, uno ha
de inspirar una gran deferencia por su análogo, sea de la generación que sea y
del culto a la cultura que encadene.
En ocasiones, nosotros mismos somos nuestro peor enemigo.
Pensábamos que, con el cambio en materia tecnológica, todo estaría más
interconectado, pero resulta que nos hemos quedado sin alma. Las desigualdades
nos hacen ser caminantes sin corazón. Así no podemos fusionarnos, sentirnos
bien, y por supuesto nada realizados, más infelices que nunca. Tampoco hemos
aprendido que cualquier ataque es una locura, una manera de destruirnos. Quizás
tengamos que reforestarnos como especie, y donde crezca el mal, injertar el más
sublime verso de la conciliación reconciliada. Debiera ser normal reconocer
nuestras particulares maldades, arrepentirse, entonar el verso de lo armónico y
verter lágrimas convertidas en poesía. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a
endurecer nuestro corazón y a normalizar lo que es nuestra destrucción.
Respetando la libertad y el sentir de cada morador, hay que recordar siempre
que el planeta no es únicamente para unos privilegiados, sino para toda la
humanidad, y que la situación de haber nacido en un lugar de menos recursos no
justifica que esa persona sea menos humana que otra, y tenga menor dignidad. Ha
llegado el instante de dejarnos a salvo, de no permitir atropello alguno a
nadie, de ser una piña en humanidad, para poder gozar de una vida libre de
salvajismo y abusos. No encuentro la manera de decirlo más claro, sino es en
verso propio: "Cada ser con su ser para ser en los demás un respiro. Un
respiro de árbol que anide sueños y anude el sosiego de las almas". Por
ello, nuestra continuidad está asegurada, pues el espíritu es inmortal y la
vida es un despertar con su noche. Precisamente, lo que tiene esencia se
distingue de lo que no la tiene por el hecho de andar. No perdamos, en
consecuencia, el paso de la sencillez, que dios no somos por más que nos lo
creamos que somos.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor