Una mano tendida para sobrevivir como humanidad
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
A pesar del aluvión de dolores siempre tendremos la palabra
para cobijarnos con ella, pues detrás de todo diálogo hay perpetuamente una
ración de humanidad que nos acaba esperanzándonos. Es cierto que cada día es
más complicado todo, son tantas las emergencias, que el mundo necesita de
asistentes como jamás. La acción humanitaria es hoy vital para todo, máxime
cuando las tentaciones son tan perversas, que nos dejan sin verbo. Naciones
Unidas, una vez más y como tantas otras veces, nos pide que salgamos de nuestra
pasividad para abrazar a los más de 130 millones de personas que en todo el
mundo necesitan una mano tendida, una sonrisa de aliento, para poder
sobrevivir. La realidad está ahí y cada día son más las personas atormentadas,
prendidas por el desconsuelo, víctimas de la sinrazón y de mil crisis que nos
acorralan. Ante este desbordante panorama, siempre son pocos los efectivos
humanos, pues el ambiente de bochornos e inseguridades alcanza límites que nos
dejan sin libertad alguna y con nula sumisión hacia los derechos humanos.
Aumentará, de seguir con esta tónica de irresponsabilidades
planetarias, el número de los que piden refugio. Que nadie se empeñe en que los
muros solventarán los problemas, tampoco las armas calman los conflictos, es la
mano que socorre la que pone orden y calma. Tenemos historias que nos ahorcan.
Pasemos de ellas. Miremos hacia adelante. El pasado no tiene futuro.
Necesitamos construir un porvenir cada día, cada momento de nuestra existencia.
La humanidad no requiere fronteras, en cambio si demanda deferencia. Todo esto
adquiere, en el momento presente, un significado especial. Ya está bien de
excluir y no acoger, de aislar y no compartir, de matar y no dar vida. En este
sentido, resulta altamente preocupante las denuncias de amenazas, agresiones y
otros actos intimidatorios, contra los defensores de derechos humanos y
representantes de la sociedad civil. No es de recibo descalificar el trabajo de
los activistas de las garantías fundamentales y los periodistas, que actúan sin
otro interés que dar un poco de luz a los acontecimientos, poniendo en riesgo
su integridad física.
Mientras una parte privilegiada de humanos viven en el
divertimento permanente; otros, sin embargo, no pueden gozar de ventaja alguna
para disfrutar de la increíble diversidad de nuestro planeta y de la belleza
del mundo en que vivimos. Son muchos, siempre demasiados, los que necesitan ser
socorridos y lo que encuentra son actitudes defensivas y recelosas, desinterés
y apatía, una vergüenza para nuestras sociedades que se consideran civilizadas.
Sirva como estampa vergonzante de inhumanidad, las deficiencias de
micronutrientes, conocidas como "hambre oculta", un verdadero
problema de salud pública en América Latina y el Caribe. Sin embargo, en este
universo de contrariedades, y justo en la misma territorialidad caribeña,
toneladas de alimentos acaban en la basura. Deberíamos tomar en observancia
estos desajustes, sobre todo para garantizar hábitos de consumo y producción
sostenibles. La humanidad no puede ser destructora de sí misma. Todos estamos
llamados a esa acción positiva de los pequeños actos cotidianos de cada día,
como pueden ser un saludo o una sonrisa, que no nos cuesta nada, pero que puede
cambiar la vida de una persona al sentirse acogido por el otro.
Los moradores de este mundo, desde luego, precisan amarse
más y armarse menos, convivir mejor y cohabitar sin tanta fuerza avasalladora,
pues los dominios son de todos y los dominantes no debieran existir, ya que lo
importante es valorarse en relación a su
espíritu donante y estimar mucho más los gestos de fraternidad. La
fraternización de la especie sí que sería la gran noticia de la esperanza. Al
fin, todo se reduce a pensar más en los demás que en mí, en servir mejor; en
coexistir como un poeta, siempre en guardia. Hoy, cuando todo el mundo es un
friki de algo, resulta que no pasamos de lo superficial, de una forma de vestir
a veces inusual o pintoresca, cuando lo deseable sería profundizar en nuestras
propias honduras del alma, que es donde radica nuestra capacidad de acoger y
estimar.
Es público y notorio, que únicamente el amor es lo que nos
transforma, porque es lo insuperable; aquello que derriba las tapias del
aislamiento egoísta, instándonos a crecer unos junto a otros, arropándonos,
injertándonos existencia. Precisamente, el continente Europeo, que debiera ser
ejemplo de unión y unidad, en ocasiones se desmorona esa estética de alianzas,
a mi juicio, por esa falta de apoyo de un espacio fraternizado. No se puede
dejar todo a la deriva del interés económico, de las finanzas. La idea
europeísta ha de ser más una construcción del espíritu humano que de los
mercados, una edificación cimentada en la solidaridad que se encuentra hoy ante
el requerimiento ineludible de una reconsideración de la ciudadanía como
partícipe de su propio destino.
Si Europa, por sí misma, nos mundializa por su diversidad
cultural; un continente tan extenso y poblado como Asia, está llamado a
propiciar climas de convivencia más allá del terror; e, igualmente, el continente
Africano, a fraternizarnos en la ilusión de crear el mundo que queremos. Si en
justicia aspiramos a una paz justa, honrosa y duradera, la mano siempre tiene
que estar extendida hacia todos los ámbitos continentales; conciliando y
reconciliando, recobrando la concordia de este mundo dispar y abandonando el
odio arcaico. Tampoco son suficientes las buenas intenciones, o circular de acá
para allá; necesitamos sentirnos acompañados los unos por los otros y, también,
acompasados los unos de los otros. Es verdad que la red digital nos lo pone más
fácil, pero podemos quedarnos en eso, en la insignificancia de una red de
hilos, ya que las personas demandamos querer y ser queridos, sentirnos junto al
corazón del análogo. En ocasiones, debemos ir más allá de lo que vemos, sobre
todo para denunciar que el planeta es para toda la humanidad, no para unos
predilectos tan solo. Entonces, nos daremos cuenta, que no se justifica que
algunos ciudadanos soporten vivir con menor dignidad que otros.
Son intensas y variadas las heridas que la humanidad se ha
hecho, y se sigue haciendo, a pesar de la formación de las nuevas generaciones.
La cultura de nuestro tiempo permanece cómodamente en su sillón de
prerrogativas, sin pensar que es el motor de acción hacia ese hombre nuevo que
no acaba de renovarse, de redimirse, de perdonarse y de mirar hacia el
horizonte de la fraternización. Hace falta salir con valentía a tomar el pulso
de la calle, a ponerse del lado del que nadie quiere ver ni oír. La humanidad
no ha aprendido aún que la guerra es una locura, y pretende avivar ciudades
inteligentes, cuando en realidad lo que hay que activar son pueblos más
humanos, urbes más compasivas. Debemos ser más que un mero dato. Olvidamos que
tenemos corazón. Que no somos piedras. Ni máquinas. Que somos útiles todos, ya
seamos niños, adultos o caminemos por el atardecer de la vida. Quizás para
entender esto, necesitemos otro ambiente más auténtico, conducido por la
veracidad, y así, poder reencontrarnos con el armónico camino de la paz. Ya se sabe,
nuestra propia vida no es aceptable a no ser que el cuerpo y el alma convivan
en buena armonía. La proximidad todo lo anima y reanima. Todo esto se
experimenta desde el respeto natural de unos hacia los otros. El acercamiento,
igualmente, todo lo tranquiliza. Nos hace falta este cultivo. Apuntémonos toda
la humanidad. Que no quede nadie sin asistir. Es nuestro derecho, y quizás
también nuestro deber, humanizarnos. O lo que es lo mismo: poetizarnos.