La revolución del afecto como primer efecto conciliador
“Nuestro agobiante desconsuelo sólo se cura con un infinito
consuelo, el del amor de amar amor correspondido, pues siempre es preferible
quererse que ahorcarse”
No podemos rendirnos a tantas atrocidades vertidas contra
nosotros mismos. A mi juicio, es el momento de que la reconciliación espigue en
el mundo como sustento de vida y signo de amor. Para desgracia nuestra, se ha
generado un ambiente de inseguridad e impunidad, que matar lo hemos convertido
en un diario permanente en muchas partes de nuestro hábitat, activando una
espiral de violencia que verdaderamente nos deja sin palabras. De ahí que la
comunidad internacional, hoy más que nunca, deba actuar con más unidad y
fortaleza, máxime en un tiempo en el que se está perdiendo ese respeto a las
garantías de paz que todos nos merecemos.
La pasividad no debe de ir con nadie. Lo importante no es
caerse, sino levantarse para seguir caminando por la vida, ahora interconectados
a través de la red. Confiemos en que esa interconexión nos aglutine, al menos
para no sentirnos solos y poder conjugar experiencias, ya que las
individualidades nos aíslan. Es hora, por tanto, de que activemos otras
actitudes más afectivas que hagan de este espíritu globalizador, un cántico de
luz y hermanamiento, o si quieren, un abecedario de armónicas sintonías capaz
de hacernos florecer y salir de esta injusta opresión en la que muchos
ciudadanos se encuentran.
Por otra parte, lograr el desarme nuclear a nivel mundial es
uno de los objetivos más antiguos de las Naciones Unidas; sin embargo, hoy en
día, todavía existen unas 14.500 armas nucleares. Desgraciadamente, los países
poseedores de armamento nuclear cuentan con programas de modernización de sus
arsenales a largo plazo con una dotación de fondos, en lugar de preocuparse y
ocuparse de que los moradores, no pasen hambre, y de que no vivan en la
pobreza. Verdaderamente, nos ha servido de poco estos setenta años de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, e incluso sabemos que los buenos
propósitos plasmados en las agendas están perdiendo fuelle esperanzador, y como
contrapartida están renaciendo inútiles enfrentamientos que nos hunden en la
más profunda tristeza.
Por ello, ante este injusto y frío panorama, qué bueno es
formar parte de la revolución de la ternura, frente a una economía excluyente,
que idolatra el dinero, hasta deshumanizarnos y hacernos perder nuestro propio
corazón. Dicho lo cual, reconozco, que me encantan las pasiones combativas,
ante las embestidas del mal que todo quieren destruirlo, hasta nuestra
distintiva existencia, a poco que nos dejemos atraparla. No nos abandonemos
jamás. Las maldades de ciertas gentes sin escrúpulos, en ocasiones, nos roban
la experiencia de hacer familia, de ser pueblo, de sentirse mundo sobre el
planeta.
Aprendamos a descansar unos en otros y en lugar de ser
miembros de alianzas nucleares, seamos gentes de servicio permanente, como ese
poeta que siempre está en guardia para servir raciones de brazos abiertos, de
manos tendidas, de ánimo desprendido. Bajo este ardor poético del afecto sobran
las armas. Y, evidentemente, los desafíos de seguridad que aún prevalecen no
pueden ser una excusa para seguir confiando en las armas nucleares y olvidar
nuestra responsabilidad de buscar otro empuje global más coaligado. Quizás
tengamos que transformar esta selva mundana en una casa de todos, como en otro
tiempo hizo una mujer, María, innovando una cueva de animales en un hogar de
amor, donde nació Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.
Sea como fuere, la eliminación total de las armas nucleares
sigue siendo la máxima prioridad de las Naciones Unidas para el desarme, y esta
es una buena noticia, con la que todos hemos de despertar. Lo prioritario,
ciertamente, es asegurar nuestro futuro colectivo, pero no desconozcamos que es
a través del encuentro más emotivo y sensible, como se abrazan los verdaderos
horizontes de concordia.
El entusiasmo vivificante se fundamenta, precisamente, en la
convicción de pertenencia a ese orbe viviente de búsquedas y acercamientos.
Está visto que nuestro agobiante desconsuelo sólo se cura con un infinito
consuelo, el del amor de amar amor correspondido, pues siempre es preferible
quererse que ahorcarse. Uno no vive mejor escondiéndose dentro de sí, negándose
a compartir, a cooperar con los demás, encerrándose en su particular bienestar.
Eso es como suicidarse en camino. Lo importante es revivirse para entregarse.
Eso siempre. Sólo así se crece el alma inmensamente y el cuerpo se nos llena de
sonrisas, aunque sean lágrimas las que se viertan.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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