jueves, 22 de noviembre de 2018

Columna


Algo más que palabras

MENOSPRECIO HACIA LA VIDA DE ALGUNOS

“Todos nos merecemos vivir para poder obrar y dejar constancia de lo que uno hace”.

La tolerancia es la mejor virtud, todo lo disculpa y todo lo repara, puesto que soy imperfecto y necesito de la compañía del similar. Con lo placentero que sería cultivar ese espíritu cercano, solidario entre sí, siempre dispuesto a acompañarnos. Sin embargo, la sensación es otra. A veces cuesta admitir que el extremismo y el radicalismo se impongan violentamente por doquier, en un mundo cada vez más avanzado, que dice reconocer (más de boquilla que de hechos) los derechos humanos y las libertades, pero que falla en cuestiones tan básicas, como hacer realidad lo que es un deber moral, el aprecio y la consideración por el ser humano. Hay un menosprecio hacia lo diverso, verdaderamente preocupante, fruto de nuestra intolerancia y de nuestro espíritu discriminatorio, lo que nos exige una toma de conciencia social más respetuosa y tolerante. Desde luego, la mejor manera de combatir esta absurda locura, pasa por repensar la incongruencia de esos rechazos y ver el modo de convivir todos con todos, desde la autenticidad de lo que somos y a través de la naturalidad del hallarse bien que da sentirnos comprendidos. Indudablemente es necesario educar sobre el tema y enseñar a convivir. La solución está en nuestras manos, en la de cada ciudadano, en su forma de ser y de actuar, siempre sumando entendimientos para vivir unidos con dignidad y quietud.

A mi juicio nuestra gran asignatura pendiente, es aprender a vivir con los demás, con los diferentes a nosotros. No se puede depreciar ninguna vida. Todos nos merecemos vivir para poder obrar y dejar constancia de lo que uno hace; por nacer a la vida cada día, acompasado por los semejantes y acompañado por el instante preciso. Por eso es importante compartir horizontes, hacerse piña, calmar ánimos, aminorar tensiones y conflictos locales, ensanchar vínculos, cohesionarnos como humanidad. Ya está bien de destruirnos a nosotros mismos. Hace falta salir de nuestros interiores, de nuestras clausuras mentales, y abrirnos a lo armónico, para poder contagiarnos de ilusión, de la alegría de cohabitar, del gozo de sentirnos útiles en sociedad, sin distinción alguna. El camino no es fácil, se requiere que seamos familia, poseer activa la confianza en cada cual, esperanzarse con respuestas y decisiones audaces, sin obviar esa actitud de escucha que es lo que nos enriquece como linaje. En consecuencia, nada de lo que le ocurra a un individuo, por lejano que esté de nosotros, debe resultarnos ajeno. No olvidemos que todos vamos en el mismo barco, en caminos diferentes, pero que hemos de reencontrarnos en la continuidad del tiempo, con el verso de la inmortalidad, aunque todos somos mortales en caparazón. 

Por consiguiente, no es suficiente estar conectados, hace falta despojarse de cualquier indiferencia, mostrándose flexible sobre todo a la hora del diálogo, que ha de ser sincero y veraz. Lo importante es que cambiemos de mentalidad y pongamos el respeto en toda conversación humana. Ojalá aprendamos a abrirnos colectivamente,  a mundializarnos humanamente, a través de ese lenguaje del corazón, a ser más claros y más profundos, más conscientes de nuestro paso por esta existencia en la que todo se conjuga con el abecedario del amor más níveo. Sin duda, en ese equipo conjunto, nadie puede quedar atrás, todos somos necesarios e imprescindibles en la cancha de la vida. En este sentido, me parece una gran oportunidad para hacer posible el cambio, cualquier desafío, o actos como el propiciado por Naciones Unidas y los organizadores de los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Tokio 2020, de firmar un acuerdo para poner de relieve la importante contribución del deporte en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el año 2030. Pequeñas acciones cotidianas son las que hacen un mundo más habitable, más de todos y de nadie en particular, más fraterno en suma. Ojalá aprendamos a reconocernos más hermanos unos de otros, más vida unos en otros, más poesía que poder en disposición de entrega, siempre hacia los que nadie considera, ni ama. En ese vivir de mundo nuevo, con el que sueño, entiendo que las palabras son caricias. Han dejado de ser espadas. Difícil explicarlo, pero así ha de ser.

 Víctor Corcoba Herrero/ Escritor

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