Llamados a un nuevo amanecer
“Los gobiernos de todo el mundo han de poner en práctica el
deber de la solidaridad, que tan bello lo vociferó con su viviente receta la
inolvidable misionera Madre Teresa de Calcuta: “No deis sólo lo superfluo, dad
vuestro corazón”.
Si el esfuerzo por el diálogo y la cooperación ha de ser el
sello distintivo de cada uno de nosotros, también desde esta suculenta
diversidad cultural de nuestro mundo, hemos de trabajar con espíritu armónico,
a fin de que se haga posible el entendimiento entre unos y otros. Esta vida no
es para encerrarse en los nuestros, sino para compartir vivencias y caminar
unidos, a pesar de las caídas, reforzando y reafirmando los espacios de
continuidad cultural y lingüística, con nuestra comprensión y mano tendida siempre.
Nuestra coexistencia nos reclama razonar, por muy complejos que sean los
abecedarios, empezando por la propia lengua. Esto nos demanda a movilizar otros
comportamientos más coherentes y asistenciales con cualquier vida, pues aparte
de que estamos perdiendo tierra fértil y biodiversidad a un ritmo alarmante,
considero primordial activar el respeto y la consideración hacia todo análogo.
Hoy sabemos que la degradación de la tierra afecta a más de treinta mil
millones de personas y que nos cuesta el diez por ciento de la producción de la
economía mundial cada año, pero tampoco debemos olvidar la fuerte crisis de
valores (degradación humanística) que sufrimos como especie pensante.
Somos aquello en lo que pensamos y esta pérdida de talante
humanístico, mundano y mediocre a más no poder, dificulta los cambios
transformadores que el planeta requiere entre sus gentes y su hábitat, y
también entre estos entre sí, precisamente porque cada vida posee un valor
singular que ha de ser tratado con sumo cuidado, o sea, dignificado, como
señala la Declaración Universal de Derechos humanos, en su articulado, al
trasladarnos una realidad tan innata como luminosa, la de que “todos los seres
humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de
razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente”; primero considerándose
uno mismo, autoestimándose, para luego conectar unos con otros, poniéndonos en
su lugar. No talemos ilusiones, jamás discriminemos a nadie, pensemos que
unidos ganamos amaneceres y cosechamos nuevos entusiasmos. Sin duda, estamos
llamados a un nuevo despuntar como linaje, aunque buena parte de los caminantes
duerman todavía. Indudablemente, hemos de animar a que ese vivo poema de
esperanza, que todos nos merecemos sin distinción alguna por el simple hecho de
ser personas, no permanezca por más tiempo aletargado.
Lo que no tiene sentido es recorrer los caminos del mundo
enfrentados, divididos por contiendas inútiles, cuando lo verdaderamente
trascendente es entrar en sintonía y poder afrontar los retos de vivir desde
esa multiplicidad de cultos y culturas, de lenguajes y jergas, de expresiones y
memorias. Por desgracia, no sólo estamos presenciando un récord de
calentamiento global, también se están calentando los modos y maneras de
movernos, de cohabitar, únicamente hay que adentrarse en las mil tensiones
políticas que viven multitud de naciones, algo que podemos evitar entre todos.
En todo caso, volvamos a nuestra historia, aprendamos de ella, para que de una
vez por todas podamos deducir que nada justifica entrar en conflicto, que nos
merecemos otro futuro más armónico y que para construirlo solo hace falta
precipitar la vía de la amistad, el puente de la simpatía, el camino del
encuentro. Lo importante es edificar espacios benéficos con quien habitar la
casa común para toda la humanidad. Sobran todos los frentes, tal vez muchas
fronteras. Se requiere un cambio. Quizás pensar menos en uno mismo. Los
gobiernos de todo el mundo han de poner en práctica el deber de la solidaridad,
que tan bello lo vociferó con su viviente receta la inolvidable misionera Madre
Teresa de Calcuta: “No deis sólo lo superfluo, dad vuestro corazón”.
Por otra parte, hay que impulsar otra mentalidad más
verídica y auténtica, no tanto la de poseer como la de dar, o la de sentirse amado y poder amar, al menos
para que nadie se sienta marginado, sino acompañado siempre; esta nueva
concepción de vida, sin duda nos ayudará a fomentar otro tipo de avances más
humanitarios. Ojalá dejemos de despreciarnos, de negar el derecho universal a
la dignidad humana y a la seguridad de toda existencia, de que impere la fuerza
moral a la fuerza bruta, y seamos capaces de afrontar esa nueva alborada, según
un orden ejemplarizante, que refleje justicia y bienestar para todos. Al fin y
el cabo, no bastan los conocimientos para ser feliz, se requiere la sabiduría
del corazón para desprenderse de lo mundano y, entonces, podrá brotar una gran
variedad de clemencias y claridades, que nos ayudarán a que ese despertar no
sea un mero sueño, sino un vivir y un renacer hacia un mundo fraterno, que aún
no conocemos realmente, porque solemos endiosarnos en las alturas y apenas
arrepentirnos de nuestras usuras. ¡Qué pena!
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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