Algo más que palabras
Repensar o recapacitar para permanecer
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
El ser humano necesita pensar, repensar o recapacitar sobre
su distintivo valor en un mundo globalizado. Este es el primer deber que ha de
considerar cada ser humano, habite donde habite y sea de la cultura que sea.
Está en juego la continuidad de la propia especie, la natural familia humana.
De momento, algo no funciona, y esto es grave, yo diría que gravísimo. La
realidad es bien negra para algunos. No puede haber personas sin acceso a
ganarse el pan de cada día, y a poder ganarlo con dignidad. Tampoco puede haber
personas oprimidas, esclavas de determinados poderes corruptos, sin camino para
poder huir. De igual modo, no puede haber personas que valgan menos que una
ínfima cosa y no encuentren corazón que entienda de su agonía. Podríamos seguir
mostrando la multitud de calvarios que cohabitan con nuestra época. Basta ya de
limosnas sociales, el planeta precisa con urgencia una actitud de cambio, de
búsqueda de nuevos caminos más justos y equitativos. Todo estos desajustes
tienen un nombre, en lugar de pensar desde la riqueza hay que reflexionar desde
la pobreza, ponerse en el lugar de los que no tienen voz y escucharles,
invitarles a participar con sus propias palabras para poder salir de las
tinieblas. Reconozco que no me interesan para nada, aquellos organismos que
ciegos continúan con los mismos despropósitos. Todo ciudadano tiene que tener
la posibilidad de vivir dignamente, y mientras esto no suceda y no pueda
intervenir activamente en el bien colectivo, carece de interés cualquier
proyecto.
Debemos volver al pensamiento aglutinador de la especie en
su totalidad, como auténtica familia humana, y como tal debe ser articulada y
pensada. Nadie puede ser más que nadie
en dignidad, tampoco en deberes ni en derechos, hay que retornar a la
centralidad del ser humano, repensando (y recapacitando) en un modo de
coherencia y de valor social. La solidaridad, pero entendida como ventana de
auténtico amor, debería ser el abecedario universal de todos los pueblos, de todas
las naciones. No se trata de dar migajas, sino de cooperar todos junto a todos,
por hacer un mundo más hermanado. Esta es la llave. Por desgracia, cuando se
pierde el respeto por el ser humano cualquier atrocidad es posible. En
cualquier caso, hemos de aceptar que la responsabilidad es compartida, y que no
se puede cambiar nada en solitario. Por ello, sería saludable que, coincidiendo
con el día internacional de la solidaridad humana (20 de diciembre),
activásemos, cada cual desde donde se encuentre, los esfuerzos precisos para
modular otro futuro más equitativo, dejando a un lado la siembra de palabras huecas, e
impulsando un valiente compromiso de promover un futuro humano para toda la
humanidad. No podemos quedarnos tranquilos ante un viejo mundo, que continúa
predicando con lenguaje mezquino e insolidario, dejándose mover por los que lo
tienen todo.
Personalmente, me niego a moverme en este clima de
desigualdades que dicen muy poco de la ciudadanía solidaria. Prolifera la
degradación, la falta de horizontes para algunos, mientras otros nadan en la
abundancia. Si en verdad cultivásemos la solidaridad planetaria, o lo que es lo
mismo la inclusión y la justicia social, el mundo sería otro, al
menos más armónico y armonioso. Hay que decidirse y hacerse con una actitud más
fraterna, de manera que aquellos que sufren, o los que menos se benefician,
obtengan la incondicional ayuda de los más beneficiados. No es de recibo
entregar migajas. Si en verdad queremos propiciar un acto de amor, hemos cuando
menos de predisponernos a donarnos sin esperar recompensa alguna. No es
cuestión de convertirnos en meros asistentes, sino en auténticos hermanos con
lo que ello significa de encuentro y de compartir. Convertir al ser humano en
una ganancia más, como hasta ahora se concibe, es destruirlo como ser pensante.
De ahí la importancia de repensar (y recapacitar) sobre una nueva época, donde
las barreras del individualismo den paso a un camino de apertura donde todos
los humanos contemos por igual. Nuestro valor es inmenso, pero en su conjunto.
Antaño nuestros progenitores nos educaban en el valor de lo que recibimos y
tenemos, quizás hoy tengamos que
reeducar en el repensar de tantas paradojas vivientes. A veces me pregunto: ¿Para
qué tanta institución que no resuelve nada?. A lo mejor ese dinero, que
sustenta el entramado institucional, habría que repartirlo entre aquella gente
que ha de abandonar su propia tierra para poder subsistir en otro lugar. Es
cuestión de priorizar, y por siempre debe de prevalecer el ser humano. Así de
claro y así de sencillo.