Vivimos tiempos repelentes, donde nadie escucha al corazón y
el corazón es nuestra gnosis. Un verdadero tesoro que aniquilamos. Los efectos
de esta frialdad son bien palpables. El mundo se mundializa, pero no se
armoniza. La interdependencia de los caminantes se extiende a todos los campos,
pero cada día queremos levantar nuevos muros. En lugar de auxiliarnos, nos
endiosamos, y los frutos ya están ahí. Lo acaba de advertir un grupo de
expertos en derechos humanos de la ONU, tras las manifestaciones de extrema
derecha y la violencia registrada en Charlottesville, Virginia: “El racismo y
la xenofobia están en aumento en Estados Unidos”. Sin duda, hay que controlar
los actos y parar los discursos de odio, donde quiera que se produzcan. A mi
juicio, urge en casi la totalidad del planeta, abordar el problema de las
manifestaciones de incitación a la violencia racial, con otras políticas más de
hermanamiento y consenso. Personalmente, confieso que me había ilusionado con
el Decenio Internacional para los Afrodescendientes (2015-2024), pues el lema
de “reconocimiento, justicia y desarrollo”, todo hacía presagiar la
erradicación de las injusticias sociales heredadas de la historia, pero está
visto que los prejuicios y la discriminación racial continua enraizándose en la
especie humana. Bajo este marco de intolerancia, lo primordial como ya señalé
en algunos artículos anteriores, es cambiar el ánimo humano, retornarlo a lo
poético, purificarlo de esos aires de dominio corrupto. De ahí, la importancia
de ese factor espiritual, de esas constantes llamadas a la conversión personal
de muchas creencias.
En efecto, las religiosidades pueden ayudar mucho a eliminar
cualquier resentimiento, pues si importante es depurar la memoria, para que se
active la reconciliación, desde una visión de la persona humana trascendente,
no menos vital son esos caminos de encuentro del hombre mismo consigo mismo, a
través de su inherente mística natural. Sea como fuere, no debemos formar parte
de un mercado que nos monopoliza a su antojo, que nos insta a utilizarnos como
mercancía, que nos reclama para la lucha permanente. Olvidamos, con demasiada
frecuencia, que somos un linaje que ha
de cohabitar unido en esa búsqueda de la verdad, dignificándonos unos a otros,
para reconstruir esa alianza entre pueblos y poder salvaguardar esa belleza que
nos vierte la creación. En este sentido, como ha reiterado el Papa Francisco en
sucesivas ocasiones, “las religiones tienen una tarea educativa: ayudar al
hombre a dar lo mejor de sí”. También la justicia, previo al reconocimiento de
la realidad, ha de ser reparadora y, a la vez, reeducadora de valores como la
tolerancia, la consideración por los demás y el sometimiento, por parte de
todos, a la diversidad. Ojalá, a pesar de los muchos tormentos, seamos capaces
de promover esa cultura de diálogo, que impulsa lo equitativo y sostiene la
libertad. Es hora, en consecuencia, de llamar al sosiego y de reafirmar y hacer
cumplir los valores centrales de la Carta de las Naciones Unidas, que son los
valores esenciales de nuestra civilización común, a pesar de esta nebulosa de
conflictos que estamos atravesando.
Por tanto, pienso, que la educación en los derechos humanos
debe ser una dimensión fundamental en todos los programas educativos del mundo.
Siempre hay que volver a las raíces del alma, para que surja el amor más níveo,
y se empequeñezca el odio. Tenemos que huir de este mundo, dominado casi
siempre por los poderosos, que aprovecha cualquier ocasión para perjudicar a
los demás, pues suelen confiarlo todo a la fuerza y a la violencia. Ya está
bien de tanta deshumanización, de tanta conducta racista y xenófoba, que
rechaza al más débil, ya sea extranjero, inválido o pobre. Nos falta esa mano
tendida, esa conciencia por lo humano, para salir del completo fracaso moral de
los prejuicios raciales y de las rivalidades étnicas. Sin embargo, nos sobran
comportamientos altaneros, que es lo que nos está impidiendo convivir. Hay que
salir de la mundanidad del choque y del cheque, y reorientarnos hacia otra
sabiduría más desprendida, y no tan prendida de intereses, si en verdad
queremos reducir el calvario de las desigualdades. Por desgracia, existen
informes aterradores de violaciones a los derechos humanos. Y por si fuera poco
el dolor, UNICEF acaba de recordarnos que, el país africano, ocupa el último
lugar en el índice de Desarrollo Humano, llamándonos a todos a no abandonar a
los niños de la República Centroafricana. Seguro que cada cual, por
insignificante que nos parezca, podemos hacer mucho más. Intentémoslo al menos.
No hay otra manera de hacer familia, que practicando el auténtico amor. Quién
lo probó lo sabe y, asimismo, conoce que la felicidad llega por esta vía.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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