¡TRISTE ÉPOCA LA NUESTRA!
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Estoy convencido de la necesidad urgente de establecer un
orden jurídico mundial, que bajo el influjo de la justicia social, activada
tanto por instituciones públicas como privadas, permita a los seres humanos
armonizar el planeta, establecer unas directrices financieras adecuadas al bien
colectivo y no al interés particular de unos pocos. Este mundo dejará de ser
habitable si las desigualdades continúan creciendo. No puede haber convivencia
pacífica, sino eliminamos las barreras del egoísmo que nos enfrentan, con un
reparto equitativo de los bienes sociales. En una sociedad como la actual, sin
principios, ni éticas, con un aluvión de injusticias, no es factible que se
respeten los derechos humanos, por mucho que los vociferemos y los recordemos.
No será por leyes, ni tampoco por onomásticas, pero quizás nos falte el
auténtico compromiso del genuino amor hacia los demás, para que nos podamos
abrazar en la bondad toda la especie, de manera fraterna. Desterrado el vínculo
que nos une, muere también cualquier tipo de conciliación. Todo fracasa, hasta
la misma celebración del día mundial de la Justicia social (20 de febrero),
encaminada a erradicar la pobreza, promoviendo trabajos decentes y pleno
empleo, la igualdad entre los sexos y el acceso al bienestar social, lo que
conlleva a una vida digna para todos.
Qué bueno que la dignidad formase parte de todos los seres
humanos. Reconozco que una profunda amargura nos embarga a multitud de
ciudadanos, unos porque se encuentran desempleados y otros, porque teniéndolo,
se les remunera con salarios ínfimos, dejándolos sometidos, tanto a ellos como
a sus familias, en condiciones de vida totalmente míseras. Considero vital que
la ética ciudadana reencuentre su espacio en la gente poderosa, en las finanzas
y en los mercados, poniendo más interés en auxiliar a los excluidos del
sistema. La solidaridad no consiste en entregar migajas, o aquello que nos
sobra, se trata de poner en condiciones más ventajosas, para que cada uno
libremente pueda avanzar a su ritmo, poblaciones enteras que se ahogan
infrahumanamente. Téngase en cuenta, que los pueblos a quienes no se hace
justicia se la toman por sí mismos más pronto que tarde. Por consiguiente, ya
no podemos tolerar que las finanzas de los poderosos nos destruyan, en lugar de
servir a las necesidades de toda la ciudadanía, especialmente la de aquellos
más pobres. Ya no sirven las palabras, es la hora de la acción urgente, de que
los gobiernos de todo el mundo, se
comprometan a desarrollar un activo mundial
capaz de promover un impacto social de mínimos, para que los marginados
al menos puedan levantar cabeza.
Indudablemente, ante las graves situaciones de injusticia
que sufren una buena parte de la ciudadanía, las profundas desigualdades
sociales cada día más horrendas, y las penosas condiciones de desventaja en las
que se hallan poblaciones enteras de todos los continentes, no podemos caer en
la indiferencia o en mirar hacia otro lado. En los últimos tiempos, se vienen
produciendo, en todo el orbe, fenómenos vergonzosos para la propia especie
humana, auténticos fenómenos de explotación, sobre todo en perjuicio de los
trabajadores más débiles, migrantes o marginales. En todos los países se
debieran asegurar unos niveles salariales adecuados al mantenimiento del
trabajador y de su familia, incluso con cierta capacidad de ahorro. Igualmente,
todas las naciones debieran asegurar una cultura más humana y menos interesada.
De no cesar este injusto clima de despropósitos, podemos llegar a un suicidio
colectivo de la propia especie, unos por amargura y otros por tormento.
Naturalmente, no podemos quedarnos quietos sin hacer nada. Hay que reiniciar
nuevos modos y maneras de vivir, escuchando todas las voces, y cuidando mucho
más las desapariciones forzadas. Tampoco podemos truncar proyectos de vida
porque nos estorben o nos sean molestos para nuestros intereses. Sin duda, el
mundo ha de reconciliarse con su propia especie y buscar menos divisiones que
no conducen a buen puerto.
La dársena de la paz llega por la vía del entendimiento, sin
vencedores ni vencidos, sin destrucción del adversario, sin muchedumbres
explotadas y oprimidas, con la liberación de los ciudadanos y la consolidación
de sus derechos y obligaciones. ¡Triste época la nuestra! Desgraciada la
generación que desprecia a sus mismos progenitores, a su idéntico linaje, cuyos
gobiernos merecen ser juzgados y cuya justicia es una injusticia permanente. El
mercado todo lo compra, todo lo decide a su manera y antojo, sin contar con los
moradores de los pueblos, sobre todo
aquellos ciudadanos extenuados por largas e intensas privaciones que piden
logros de bienestar tangibles a sus dirigentes de manera inmediata, y una
adecuada satisfacción de sus legítimas aspiraciones. Indudablemente, es muy
fácil sembrar lenguajes, apenas cuestan nada las palabras, pero la
reconstrucción moral exige algo más que buenos deseos, o una concepción de la
realidad impuesta por la fuerza, requiere reconocer íntegramente el valor
supremo del ser humano, de la conciencia humana, vinculada únicamente a una
atmósfera de armonía globalizada. Por tanto, hay que ir más allá del mero
reconocimiento de estos derechos universales para reafirmar, que es un estricto
deber de justicia, impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas
fundamentales de algunos ciudadanos, o sea las básicas, mientras otros lo
dilapidan todo.
Advertía, en su
tiempo, el filósofo griego Aristóteles, que "cometer una injusticia era
peor que sufrirla". Pienso que tenía razón. En consecuencia, que
circunstancias como el lugar en el que una persona nace, se desarrolla, su
género o grupo étnico, determinen su calidad de vida, es la mayor iniquidad que
pueden cometer unos sujetos pensantes. Ciertamente, la inmoralidad siempre es
diabólica, pero es más horrorosa ejercida contra un desdichado. Por desgracia
para todos nosotros, estamos creando un mundo cruel, con modelos de desarrollo
discriminatorios, insostenibles y corruptos, donde el diálogo ya está marcado
por el poder, y no por los pobres. Miles de millones de ciudadanos se encuentran
totalmente desprotegidos, sin protección social alguna, y todo por haber nacido
en un territorio castigado por la exclusión. Ahí radica el gran absurdo
nuestro, pretendemos ser justos sin serlo, es el guión perfecto para la obra
maestra de la deslealtad. ¿Habrá mayor ingratitud que ser traidores con nuestra
propia estirpe? El corazón ciudadano, obviamente, no puede estar muy tranquilo.
Nuestra obligación de sobrevivir va en los genes, y además
va consonancia con nuestro específico hábitat, con ese cosmos armonioso del
cual dependemos. Por tanto, el mundo tiene que equilibrarse hacia la inclusión
social, no puede permanecer impasible a tantas lágrimas vertidas por corazones
inocentes, que forman parte de su mismo tronco humano. Esta es la gran movilización
pendiente, que no es otra que un llamamiento a la justicia social más allá de
las conmemoraciones, que están bien, pero que mejor estarían con otras
políticas de hechos y de iniciativas. Yo, de momento, no veo corrección por
ningún sitio; en cambio, sí que veo un descontento planetario común que debiera
conmovernos al menos para ponernos a trabajar en serio. Sobran las promesas. Y,
desde luego, faltan nuevos aires para que las crisis humanitarias no sigan
avanzando. Por eso, la falta de justicia social universal debería constituir
una ofensa para todos nosotros, pues, como dice un adagio, al ser humano sólo
le puede salvar otro ser humano.