La maldita mentira en nuestro diario de vida
Hace tiempo que camino decaído, en parte porque he
descubierto que la maldita mentira nos ha instalado en la podredumbre, y que la
base de nuestra sociedad está corrompida por la falsedad, desbordada por la
apariencia, imbuida por los perversos disfraces de una realidad endemoniada.
Por eso, creo que nos hace falta avivar una auténtica atmósfera moral, que
suscite en nosotros la autenticidad como camino, la lucidez como horizonte y la
trascendencia como espíritu a reconquistar. Hay que salvar tantas cosas, que lo
prioritario a mi juicio es el ser humano, al que hoy se le trata como un
producto más de mercado, lo que alimenta la desconfianza y alienta los
conflictos. Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esa
conciencia verdadera, de esa sabiduría ética y humanística, para que podamos
renacer como ciudadanos de un mundo menos interesado, menos material, pues no
somos un juguete de un espejismo ilusorio, sino la verdad más profunda de un
alma por la que cohabitamos, sentimos y caminamos, viviendo y pensando.
Por esa maldita mentira, en nuestro diario de vida, todo se
ha vuelto frágil; hasta el mismísimo Estado de derecho, al que tanto recurren
las élites políticas. Los mismos derechos innatos, los derechos del ser humano,
hoy son cuestionados por diversas culturas y religiones, también por la cultura
occidental que los ha generado y que ahora parecen responder únicamente a las
redes de las finanzas. Lo que menos interesa es lo que más se dice, el bien
común, por lo que a la luz de las incongruencias todo se mueve a la deriva. Así
se hace cada vez más evidente que haya líderes cuya conducta sea una farsa
continua. Utilizan al pueblo, viven del pueblo, se amparan en el pueblo, y lo
que hacen es servirse de esa ciudadanía que vive sin esperanzas. Ha llegado el
momento de despertar, de afanarse en otras búsquedas más genuinas, más del
corazón, que carezcan de voluntad de dominio; y, en cambio, sí les desvele
verdaderamente la incondicional capacidad de servir. En lugar de dominadores,
hemos de ser personas con capacidad de auxilio, de asistencia, a los más pobres
e indefensos.
Hay tantos derechos vacíos de contenido que nunca se van a
poner en práctica, en una sociedad cada día más mundializada en la
indiferencia, que nos dejan sin proyectos solidarios, sin referentes y sin
puntos de referencia, sin el control de nuestra personal existencia tantas
veces despojada de la propia dignidad inherente con toda persona por el hecho
de vivir. La mayor desdicha que sufrimos quizás sea ese desmantelamiento de los
principios coherentes humanos, donde todos los ciudadanos somos candidatos
al capricho de los poderosos; máxime en
el momento presente ante la degradación moral de las clases dirigentes, de
líderes carismáticos que conviven con la farsa o de lobbys (camarillas)
mediáticas sustentadas sin escatimar recursos, previo su adoctrinamiento en el
artificio del embuste.
Todo esto provoca un efectivo desconcierto y un verídico
desgobierno, donde nada es lo que es y donde nadie dice lo que ha de decir,
aunque duela. Si en verdad fuésemos demócratas, buscaríamos el consenso,
tomaríamos el abecedario de la verdad como lenguaje para el diálogo,
fomentaríamos otros estilos de vida más fraternos, no tan inhumanos, no tan
crueles, no tan criminales en definitiva. Tan solo, sintiéndonos parte de los
demás, podremos avanzar en esa búsqueda común del bien y de la belleza. Por
eso, es tan vital unirse, no desunirse; es tan fundamental donarse, no
enaltecerse; desvivirse, no aprovecharse, para revitalizar un mundo más de
todos y para todos. Al final, sin duda, todos seremos coautores de un proyecto
de vida en común; y, es evidente, que en la verdad no puede haber matices, somos lo que somos, y
no por gritar más tenemos más razón, pues los hechos pueden ser muchos, pero la
existencia es siempre una y nos merecemos conocerla.
De ahí que los valores de libertad, responsabilidad,
igualdad y fraternidad, sembrados en los surcos de nuestra historia como
especie, haya que ponerlos en práctica,
a la luz de un imprescindible discernimiento entre lo justo y lo
injusto, y mediante la educación de la conciencia hacia la rectitud. Hace
falta, en consecuencia, una gran revolución moral para dar soluciones a los
numerosos problemas globales que nos impiden hoy seguir caminando. En este
sentido, las diversas comunidades religiosas que todo Estado debe acoger, sin
privilegios para ninguna, pueden ayudar a renacer esos valores compartidos, de
unidad y fraternización, que tanto precisamos para poder seguir conviviendo.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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