Los linajes en una tierra inestable
“El mundo camina inseguro y, además, con una inquietante
oleada de resentimientos, tanto en las democracias liberales como en los
sistemas autoritarios”.
Hay que regresar a ese espíritu armónico, por muy
divergentes que sean los andares. Los espacios comprensivos del hogar pueden
ser un buen horizonte a conquistar, sobre todo cuando en el nido no se anuda a
nadie y, sin embargo, se anida amor a raudales. Esto, por sí mismo, ya es vida
en abundancia. Lo decía el inolvidable dramaturgo español, Jacinto Benavente
(1866-1954), “en cada niño nace la humanidad”; por eso, nada de lo que le
suceda a un individuo nos debe resultar ajeno y ha de conmovernos, pues tan
significativo como mantenerse vivo es conservarse humano.
Justamente, con la pandemia actual del COVID-19, no sólo se
pone de manifiesto la importancia de que los Estados inviertan en políticas
sociales, en favor de las personas y familias más vulnerables, es menester
activar los afectos para que los vínculos entre moradas sirvan de consuelo y
esperanza, que es lo que realmente nos pone en movimiento, al sentirnos
amparados y protegidos por las raíces genealógicas. Lo innato va con nosotros,
y es sentirnos comunidad, lo que requiere menos individualismos y más
generosidad; mayor compromiso, fidelidad y paciencia de unos
hacia otros, ya que la única oportunidad que tenemos en una tierra
inestable, como la presente, para que pueda florecer, pasa por el respeto que
nos demos y la entrega con la que nos cuidemos la existencia de nuestras
distintas ramas. Mal que nos pese, son estos brotes los que verdaderamente nos
sustentan el tronco de la estirpe humana. En efecto, toda vivienda ha de ser
como una lámpara; y, como tal, siempre dispuesta a alumbrar y a recoger
corazones.
Sin duda, necesitamos de una nueva luz más equitativa, que
aminore la incertidumbre y el estrés de la ciudadanía, inmersa en una cultura
desesperante posesiva, que genera dentro de las diversas razas, unas dinámicas
de bochorno, intransigencia y ofuscación, que nos llevan a nuestra distintiva
destrucción. Ojalá despertemos de este afán acaparador y nos hagamos más
humildes, para ser capaces de mirar más allá de nuestros deseos y necesidades.
Quizás este sea el momento en el que el ser humano ha entrado en crisis. La
sociedad camina desmembrada, mientras las familias se desmoronan en mil
batallas absurdas. No podemos afrontar esta situación de modo superficial, hace
falta valor y valentía, sincerarse uno consigo mismo, ponerse en diálogo
después, conciliar nuevos lenguajes, cuando menos más transparentes y de
donación de hechos reales; lo que nos exige a todos los seres humanos a
oponernos al rencor, a tratarnos con dignidad como estirpe y a difundir el
espíritu amable en nuestras actividades. Por desgracia, el mundo camina
inseguro y, además, con una inquietante oleada de resentimientos, tanto en las
democracias liberales como en los sistemas autoritarios.
La pobreza se agudiza, mientras el mundo lucha por dar
respuesta a la crisis del COVID-19, y toda esta atmósfera nos genera ansiedad e
impacienta, lo que nos lleva a reaccionar con agresividad en multitud de
ocasiones. Así, hemos crecido en actitudes antisociales; incluso hasta en
nuestra propia casa, la convivencia puede ser la gran asignatura pendiente,
convirtiéndola en un verdadero campo de batalla. Multitud de veces somos
incapaces de postergar los impulsos, con sentimientos de sencillez, poniéndonos
en una actitud de comprensión y servicio. Desde luego, hay que tener amplitud
mental para no encerrarse en nuestras limitaciones. Lo importante, para esa
familia de familias que es la sociedad, es amparar el vínculo de unión y unidad
bajo esa diversidad reconciliada. Esto es lo que nos hace crecer y evitar un
lenguaje que únicamente busque atormentar, punzar, cargar y herir. Desde luego,
hay palabras que matan. También es verdad que muchas de las discusiones entre
humanos son verdaderos cambios de ánimo, que lo único que requieren son otros
modos de trasmitir, tal vez otras actitudes y gestos más de preocupación por el
otro y demostraciones de cariño, que es lo que en realidad nos hace superar las
más complicadas barreras.
Desde luego, es imperativo que demos el mayor apoyo a las
familias vulnerables, a aquellos que han perdido sus puestos de trabajo, que se
encuentran sin ingresos, a los que habitan en viviendas inadecuadas, a los que
tienen niños pequeños, personas mayores o personas con discapacidad a su cargo.
Sabemos que las Naciones Unidas tienen una larga historia de movilizar el mundo
hacia el auténtico diálogo y la convivencia, mediante medidas de amplio alcance
en defensa de los derechos humanos y en pro del estado de derecho. También el
Papa Francisco, en una de sus inolvidables reuniones, apostó por ser capaces de
“desmilitarizar el corazón humano”. Ciertamente, cada ser viviente de esta
tierra, todo lo que hace o busca está cargado de pasiones, y es precisamente
esta carga de emotividad, la que nos debe hacer más sensibles a los demás. Sin
duda, la madurez llega a una sociedad, cuando la inquietante existencia de sus miembros se
transforma en un espíritu cooperante que es lo que nos embellece y concierta;
sin obviar que en cualquier momento podemos desbocarnos de nuevo y recuperar
las tendencias más tenebrosas, las luchas absurdas e inútiles. Al fin y al
cabo, lo substancial es poner los talentos en saber escuchar, afinando el oído
del alma para poder seguir viviendo. En todo caso, jamás renunciemos a esa
plenitud de hermandad humanística, donde cada cual convive y no puede
desligarse de nada ni de nadie. Para bien o para mal todo nos afecta.
Víctor CORCOBA HERRERO / Escritor
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