Todos aspiramos a una vida luminosa
(Somos hijos del amor y, en el amar, está la luz que nos
embellece)
I.- PERDER EL MIEDO A DONARSE
No tengo miedo a salir de mi mismo, a poblarme de sueños
y a despoblarme de apatías, a resistir para derrumbar muros
y a no consumirme en el llanto de los días, pues el mandato
de sentirse fuerte nos obliga a sofocar tantas lágrimas
vertidas,
como voces de muerte sembradas y desesperación esparcida.
Hay que volver al verso, a la pureza de los latidos del
alma,
a tejer otro vivir más en Dios para en Dios morar en
espíritu,
que es lo que nos renueva por dentro y nos mueve hacia
fuera,
en esa búsqueda permanente que nos hace volver a su edén,
lejos de todo poder mundano y cerca de su celestial gloria.
A ese laurel místico se retorna vivo, provisto de humildad
y desprovisto de mundo, previo patear todos los caminos,
para entrar en cada rincón y tocar las heridas de los
hermanos,
tendiéndoles la mano, extendiendo el abrazo, secando lloros
y dando aliento, ocultando sus torpezas, que son las
nuestras.
II.- GANAR EMPUJE
PARA LLEVAR LUZ
Hay que hacer familia para ganar empuje y sustentar vidas.
Cesen los mil atropellos del día, manténgase los respetos,
la consideración hacia toda vida, la estima de cada pulso,
dignifíquese cualquier mirada y ennoblézcase su perspectiva,
pues cuanto más atrás se divise más adelante se podrá ver.
Hemos de sostener existencias, todas llevan impresas la luz.
No devoremos el albor, mantengamos el ánimo vivencial,
conservemos tan hondo amor, perseveremos en sus latidos,
apacigüemos los enfrentamientos que nos ensombrecen,
pues ensombrecidos no hay estrella que se deje vislumbrar.
Cuando falta el rayo del poema, todo se vuelve tenebroso,
resulta inalcanzable diferenciar lo auténtico de lo
aparente,
descubrir la senda que nos lleva al horizonte de lo sublime,
frente a otras que nos hacen dar vueltas y revueltas sin
más,
sin una dirección exacta, movidos por un sentimiento ciego.
III.- A TI LLAMAMOS, MADRE, LOS DESTERRADOS
Madre compasiva, ayúdanos en nuestro transitar por la
tierra,
para que reconozcamos en la cruz el gran amor del Redentor,
Hijo tuyo y Señor nuestro, abriendo los sentidos a la
Palabra,
cerrándonos a nuestras tristes miserias, para que Él y sólo
Él,
sea el horizonte que hemos de abrazar con la dicha de
poseer.
Asístenos, Madre celeste, en intensificar en nosotros el
deseo
de continuar sus pasos, de ensanchar sus paradas en oración,
de prolongar nuestra historia prologada por su gran hazaña,
de atraernos hacia sí para salvarnos y de llevarnos consigo
hacia el Padre, al que hemos de mirar con los ojos de Jesús.
Laborea en nuestro hacer cotidiano, Madre del buen consejo,
el consuelo de sentirnos amados hasta el fin de nuestros
días,
el alivio de sentirnos acompañados y acompasados siempre,
para construir una ciudad tan tierna como el más nítido
vergel
y tan eterna como el vivificante arte de los corazones
unidos.
Víctor CORCOBA HERRERO
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