Educar para el amor del que estamos ausentes
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hemos aprendido a caminar por la vida de todas las maneras
posibles, a volar como las aves, a nadar como los peces; sin embargo, aún no
hemos aprendido el sencillo arte de fraternizarnos en un mundo globalizado. A
mi juicio, nos falta el ingenio que nos capacite al natural modo de morar
conviviendo como especie y nos sobra la altanería de pensar que somos alguien.
Y es que, cuando el mundo se vacía de amor, sus moradores se endiosan, mientras
se llenan de ídolos que no entienden de afectos. Por eso, con urgencia hace
falta educar en el amor del que estamos ausentes, para poder convivir unos con
otros. Esto facilitará la movilidad de migrantes y no el cierre de fronteras,
rebajaremos el odio ante el nivel de crueldades que se suceden a diario y que
van más allá de las diferencias políticas, y, por contra, tomaremos una mayor
conciencia de la justicia. Más que no se pierda un sólo talento por falta de
oportunidades, que también, pero se requiere que nos templemos el alma para
comprendernos mejor. En consecuencia, necesitamos despertar, sentirnos libres,
sin tantas instrucciones que quizás nos agobien en demasía, y nos impiden ver
el auténtico horizonte, que no es otro, que dejarnos amar y poder amar. Ya en
su tiempo, lo decía Platón, "el objetivo de la educación es la virtud y el
deseo de convertirse en un buen ciudadano"; y con los años, yo también
digo que el objetivo de vivir es reeducarse, crecerse como personas y recrearnos
con la vida hasta convertirnos en familia.
Tenemos que aprender a cultivar relaciones fecundas y
sinceras, si en verdad queremos convivir armónicamente. La persistente
expansión e intensificación de conflictos armados y otras formas de violencia aterradoras,
que obligan a desplazamientos obligados y a la desaparición forzada de personas
en manos de auténticos criminales, constituye una violación inaceptable de los
derechos humanos. Esta práctica aborrecible priva a las personas del auxilio de
la ley, pues jamás debe someterse a nadie a una detención secreta. Por
desgracia, la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas
contra las Desapariciones Forzadas, que entró en vigor en diciembre de 2010,
todavía no ha sido ratificada ni firmada por muchos países. Convendría
reflexionar sobre ello, por consiguiente, coincidiendo con su Día Internacional
(30 de agosto), para reiterar con mayor firmeza la angustia y preocupación de las víctimas y de sus seres queridos, lo
que genera un clima de contrariedades, avivado por el miedo y el terror que
sume a sociedades enteras. Yo diría que a toda la humanidad. Ciertamente,
mientras carecemos de potencial para acoger vidas humanas, andamos sobrados de
rechazos y desamparos; no en vano, las denuncias por desaparición siguen
marcando récord en todo el planeta. Es hora, pues, de que los países se
implique mucho más para informar plenamente sobre el paradero de las personas
que han desaparecido.
Sí realmente pudiéramos educar nuestro intelecto y convertirlo
en alma, seguramente tendríamos otra visión menos interesada y más
confraternizada. Es desde el propio espíritu cómo se puede imaginar otro mundo
más humano y, por ende, hacerlo realidad. No podemos seguir con ese extremismo
violento que nos lleva a la selva, deteriorando nuestra propia calidad de vida,
degradándonos como colectivo, ya que somos personas de pensamiento y, como
tales, hemos de digerir la manera de fortalecer lazos para poder afrontar de
manera colectiva y pacífica el retorno a las alianzas. Son las sociedades
unidas, y reeducadas, las que construyen y cohesionan estructuras con valores
al servicio de sus ciudadanos. Esto me hace recordar un proverbio africano muy
instructivo: "Para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo".
Imagínense para educar a todo un país, a todo un mundo, a todo un linaje;
verdaderamente precisamos querer primero y después de esta victoria, cada cual
consigo mismo, de sentir muy dentro lo que tú piensas y lo que haces, hemos de
entrar en escucha con el que piensa diferente, buscando la confluencia y nunca
la confrontación. Innegable, para esto hay que tener no sólo un cerebro bien
equilibrado e instruido, se precisa igualmente un alma que perdona, que esté
por encima de la injuria, de la injusticia y del dolor. En esto, nadie me
negara, que el hallazgo afortunado de un buen maestro, como el de un buen
libro, puede cambiar el destino de cualquiera. Además, si a esto se añade el
entusiasmo, la transformación del mundo está asegurada. Al fin y al cabo, todos
los problemas tienen la misma raíz: la privación del amor.
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