Noviembre para meditar
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Noviembre es un mes para el silencio y la reflexión. Los dos
primeros días constituyen, para toda conciencia, intensos momentos de recuerdos
sobre la realidad última de nuestra existencia. La liturgia de las flores en
los cementerios, la soledad del caminante en los campos santos, la nostalgia
por los que se fueron, la melancolía de una estampa imborrable; todo ello,
salta en cualquier esquina a nuestros ojos. Quizás brote en este tiempo de
reminiscencias, con más fuerza que nunca, el indestructible vínculo espiritual.
Se hace más patente el que todos estamos unidos; que la muerte desgarra
corazones, pero que también nos deja intacta la memoria. Se mantiene virgen
esta familiaridad de rostros y rastros, de hondura meditativa ante lo vivido y
lo que se avecina, con la claridad reveladora de la lámpara del pensamiento que
imprime los encuentros interiores, cada cual consigo mismo y con sus análogos.
Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos indica que nuestra vida
acá es un punto y seguido, y aunque nos acongoje la certeza de agonizar, a cada
cual, -mal que nos pese-, nos consuela
pensar en otro estadio más sublime, más de paz y recreación. En todo caso, como
decía el poeta español, Antonio Machado: “la muerte es algo que no debemos
temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros
ya no somos”.
Y por ese no ser, quizás tengamos que aspirar a un horizonte
que va más allá de la vida que ahora vivimos, donde a veces, no tenemos ni
ocasión para pensarla. Estoy convencido de que si madurásemos más
interiormente, perderíamos el afán por vivir exclusivamente para esta caduca
vida de intereses mezquinos y de coleccionismo de las cosas terrenas. El día en
que la muerte únicamente tenga importancia en la medida en que nos hace crecer,
dar más valor a la propia vida, habremos conseguido desterrar inhumanidades,
puesto que al compartir dolores e infundir luz, reiniciamos nuestra condición
comprensiva hacia la paz que todos deseamos. De ahí, que más que a la muerte
hay que temerle a la vida, sobre todo cuando no es donada y la convertimos en
puro egoísmo; no en vano, se nos ha dado una clarividente visión de vivir
conviviendo, como de amar amando, o de ser estando próximo al prójimo.
En el recetario poético de Antonio Machado, la consigna es
bien clara: “En caso de vida o muerte se debe estar con el más prójimo”; máxime
en estos tiempos en que la globalización nos impone a todos examinar de manera
renovada la cuestión de la solidaridad. Este es el único modo de evitar que
progrese la desigualdad y el clima desalmado de penurias terrícolas. ¿Cuántas
veces buscamos el amor entre las cosas que no pueden darla, lo mismo sucede con
la vida, cuántas veces la buscamos entre los que no pueden donarnos vida? Por
eso, todos estamos llamados a adentrarnos en el silencio de los suspiros, a
beber de la cruz de Jesús para vivir con el pensamiento de Cristo (los
creyentes), o a beber de la propia existencia de la sabiduría innata (los no
creyentes), para cuando menos entrar en diálogo para no ir perdiendo la
costumbre de vivir, acomodándonos a lo efímero. Tal vez debiéramos probar vivir
más en lo invisible que en lo visible, cambiaríamos muchas actitudes en favor
de una salud más del ánimo que del abatimiento.
Para meditar, insisto, noviembre con su comunión de
sentimientos, hacia los que nos precedieron en este camino de la vida, sabiendo
que nuestras propias existencias están profundamente unidas unas a otras, y que
el bien y el mal que cada uno cultiva también afecta siempre a los demás. Sea
como fuere, conviene vivir considerando que se ha de morir, cuando menos para
poder recapacitar de que somos gente en camino, y qué sí la vida es una gran
sorpresa, que lo es, la muerte no va a ser menos. Para empezar uno no puede
retirarse de sí mismo, porque siempre habrá alguien, en algún rincón del
camino, que le recuerde para siempre. Todos, al fin y al cabo, queremos robarle
vida a la muerte, aunque sea volviendo a la infancia que también es un
privilegio de la vejez. Yo mismo, entrado ya en años, no sé por qué la retengo
tanto ahora, sin duda, con más viveza que anteayer. A veces pienso, que si el
arte es el reflejo del mundo, nosotros también somos el reflejo del camino; de
un camino hacia sí mismo, con el que conviviremos para siempre.