Confianza en uno mismo
“Todo ha de compartirse en función del bien común y
repartirse en justicia”
Partiendo de que la vida no es fácil para nadie, nuestro
desafío generacional posiblemente radique en fortalecer esa confianza en uno
mismo, al menos para encauzar entre todos los moradores ese espíritu colectivo
y poder hacer frente a nuestras propias fragilidades. Se comenta que para
combatir el cambio climático y la pobreza necesitamos rediseñar el sistema
financiero mundial, lo que no se dice es que el único modo de afrontar estas
miserias humanas, aquellas que nos lanzamos unos contra otras, provienen de la
falta de cooperación y trasparencia en nuestro diario existencial. Hay una
desconfianza manifiesta que nos tritura cualquier rayo de esperanza. Por un
lado hablamos de ofrecer un crecimiento inclusivo y sostenible para todo el
mundo; y, sin embargo, no hacemos realidad el buen propósito, excluyendo de
nuestro horizonte principios y valores tan básicos como la consideración hacia
todos desde ese fiel aliento cooperante, que ha de ser inherente con cada paso
que ejecutemos. Tampoco podemos continuar vacilantes, hemos de tomar la
decisión de ser para los demás, no el problema, sino parte de la respuesta. El
uno para todos tiene que hacerse realidad cuanto antes. De continuar indecisos,
las sociedades mirarán para sí, y se levantarán muros que acabarán destruyendo
cualquier horizonte de esperanza.
Lo
prioritario es ganar confianza en uno mismo y ver la grandeza que representa la
unidad para todos nosotros. Un mundo global como el nuestro requiere del
aliento solidario de su gente, máxime en una época en que la ciudadanía está
perdiendo la confianza en las instituciones políticas y en aquellos liderazgos
que, en lugar de armonizar, lo que hacen es enfrentarnos entre sí. Pensemos que
cualquier crisis humanitaria para salir de ella, necesita del esfuerzo y del
tesón de sus individuos. Las divisiones siempre han sido un peligro para todo
el mundo. Ante esta bochornosa realidad, no podemos continuar con los sistemas
que dieron lugar a esta deshumanización y desgobierno reinante, hacen falta
otros caminos más desprendidos de todo egoísmo, con otras gobernanzas más
equitativas, que funcionen más allá de la hipocresía del decir y no hacer. Está
visto que nada puede llevarse a buen término sin entusiasmo conjunto. Por eso,
a mi entender los nuevos dirigentes han de ser aglutinadores, destacando por su
raciocinio humilde, de apertura y capacidad para dirigir ciertas rupturas con
el pasado. La peor decisión es continuar sin hacer nada. O predicar sin poner en práctica lo que uno
dice.
Quizás
en este acontecer diario, tengamos que morir varias veces para después rehacer
nuevos espacios, que aunque en un principio, nos pueden atemorizar, nos sirven
para renacer con un nuevo furor que nos haga escapar de esta deplorable crisis
de valores, que comienza por una falta de sensibilidad y de injusticia racial y
termina por la creciente epidemia de desigualdades que nos deja sin alma, o
sea, sin vida en suma. Esta memoria histórica de dolor y de desprecios no se
sana fácilmente, hace falta superar las diversas mentalidades destructivas con
nuestra propia razón de cohabitar y ser. No se puede dejar a nadie al margen.
Es inhumano. Nos alienta recordar que, en medio de este huracán de
contrariedades, todos tenemos que poner más de nuestra parte y no abandonarnos
en la pasividad. La lección del coronavirus puede ayudarnos a tomar esa
confianza en uno mismo, que hemos de ejercitar como regla orientativa al
ponernos en camino. Por otra parte, los gobiernos y los científicos deben
facilitar la información pertinente y preparar la infraestructura y respuestas
necesarias, pero son las personas por sí mismas las que son responsables de
reducir la posibilidad de infectarnos o propagar el COVID-19. Indudablemente, esa lucha social de uno mismo
en favor de todos, lo que implica es un brío de comunión humana, una capacidad
de hacer familia en definitiva.
No hay
lugar para la idea del endiosamiento individualista, desligado de la comunidad
o de su territorio. En consecuencia, todo ha de compartirse en función del bien
común y repartirse en justicia, con las responsabilidades de aportar a ese
pasaje comunitario, no sólo el mero interés, también relaciones fraternas, a
través de su manera de vivir y trabajar. De ahí, la necesidad de cuidar los
valores culturales de todos los pueblos. La identidad no la podemos perder,
contribuye a complementarnos en la diversidad, tampoco esta economía de mercado
globalizada puede continuar dañando nuestras vértebras humanísticas, con la
obsesión de estilos de vida consumistas, que nos dejan sin tiempo para el
disfrute y sin lenguaje para la autocrítica. Desde luego, no es de recibo
mantener esta situación que nos envenena y corroe, penetrando en todos los
estamentos sociales. Se trata de un verdadero flagelo moral; y, como resultado
tenemos una contienda de desconfianzas de todo que, a mi manera de ver, nos
está impidiendo proseguir como especie pensante. Ya está bien de
adoctrinamientos, amaine este temporal de vientos corruptos, y retornemos a las
raíces virtuosas del compañerismo, que es de donde viene la fuerza que nos hará
crecer, florecer y fructificar. En cualquier caso, uno tiene que dejar de estar
preso de uno mismo, pues vivir entre rejas es el mayor suplicio. Anide el vuelo
de los soñadores. No cortemos alas. Otro mundo es posible; ¡que renazca! Jamás
es tarde para auxiliar lo que todavía vive.
Víctor CORCOBA HERRERO / Escritor
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